domingo, 17 de enero de 2010

Romilio Ribero (Argentina, 1935-1974)


Relato del pródigo


Encuentro que ya nada puede justificar este destierro.
Tengo que rescatar, no por perdón ni orgullo
aquellas lejanías, donde la luz disputa su límite mortal
a mi memoria


Ahora estoy sin defensa entre estos muros.
Es inútil cantar, no lejano de mí, sin bandera ni signo.


Todo está sin historia.
A quién debo llamar, en circulares noches extrañísimas,
por tan triste ciudad, ya condenado a padecer sus días.


Encuentro que es inútil danzar, desnudarse, insultar,
guardarse en ataúdes con tempranas coronas,
inundar de silencio, de infernales lamentos a la sangre,
amarse a uno mismo entre espejos, tinieblas, pavorosos
otoños con pálidos jardines,
buscar la compañía de los pájaros en las plazas,
consolarse con un libro de poesías,
escribir las epístolas de la soledad a su mortal oscuro,
relatar esas noches que transcurren entre ruidos de trenes y de mares
cerca de la ciudad, donde todos están completamente
llenos de misterio.


Debo acaso esperar una muerte con mortaja de carteles,
con números, con rituales señores,
sin aquel calendario de las lluvias, sin el viejo sagrario,
sin el fuego que extingue sobre las playas su señal primera ?


Encuentro que ya nada puede justificar este destierro!


Cerca del sur,
hay un país de jóvenes perfumes, que aún guarda entre
sus vientos mi llamado,
una tierra que gobiernan las estaciones con sus magias
y los frutos crecen con sus ritos de celestes veranos;
espléndida de luz, penetrada de cielo,
en la cual el corazón cavaba su música;
una tierra sin luchas ni derrotas, llena de inacabables
lámparas, de hundimientos, de nieblas, de galopes.


¡Golondrinas, palomas, espigas,
linares terrestres donde Dios derramaba su mirada:
Días inmortales de precipitadas campanas y sitiados
aromas!


(Aún sigo con mi horror a las ánimas y a las consagraciones.


Escucho entre el asedio de los hombres, entre las muertes diarias,
el sapiente tocar de los cencerros y el viento desgarrado de álamos.)


En algunas tardes de este oscuro y cruel Buenos Aires,
alargo mi mano a las lejanías y siento maderas silvestres,
enlutadas aguas,
tiempos con sus caudales de luz, cuerpos de otros seres
que tocaron mi rostro,
que huyen hacia regiones de guirnaldas, de arboledas
sin fin.


Encuentro que ya nada puede justificar este destierro.
Se hace noche y día sobre esa tierra de nardos victoriosos,
alucinado y hondo país de amapolas, de pájaros,
con sus muertos que abisman mi memoria en tan remoto fuego.


Aún sigo como el pródigo perdido que ha grabado su
nombre en las arenas
y piensa regresar un día, con sus labios nocturnos en el
viento.

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